Los feminicidios resuenan y chocan, cada vez más fuertemente, contra una conciencia pública donde el rol y la participación de la mujer se han modificado y crecido exponencialmente en las últimas décadas.
Se han aprobado varias medidas legales para reafirmar el respeto a la mujer en la vida cotidiana, transformando lo que antes eran simples transgresiones en delitos y se ha procedido a penar con severidad las agresiones físicas y crímenes. Todas estas medidas sobre los efectos de la violencia son buenas, contribuyen a calificar y desalentar los comportamientos agresivos, pero resultan insuficientes en tanto no afectan las centenarias causas culturales que los generan.
La mujer como objeto a través de la historia
A lo largo de la historia, con pocas excepciones, las mujeres han sido vistas como objeto del cual apropiarse como instrumento de reproducción y cuido de la especie; consideradas partes del botín en las guerras; obligadas a todo tipo de servidumbre, productoras de aves, hortalizas, sirvientes a cargo del trabajo doméstico. En más de una sociedad su rol se diferenciaba poco del de los animales domados e incluso se ha llegado a cuestionar si tenían alma. En nuestro propio país en el siglo XVIII, si bien se reconocía que tenían alma, no se les consideraba responsables de sus actos.
En este contexto se gestó al interior de las familias y la sociedad una cultura de subvaloración y dependencia de la identidad de las mujeres, que se reproducía desde la infancia. En ese proceso han jugado un papel crucial tanto las madres como los padres. La educación familiar subordina las hijas a sus hermanos, en el marco de papeles de dependencia preestablecidos. La violencia y los abusos, dentro de la burbuja familiar, han sido reiterados a lo largo del tiempo y las denuncias por parte de niñas y adolescentes, seriamente reprimidas.
La educación y el trabajo elementos de cambio importantes pero insuficientes.
La educación y la incorporación progresiva de las mujeres al mundo laboral, especialmente el trabajo asalariado, han permitido un avance significativo de sus derechos formales, su participación en la vida política e incursión en amplias esferas de la vida social, pero no han logrado cambiar la matriz discriminatoria. Tanto al interior de las familias, como de las diversas iglesias, sigue manteniéndose y cultivándose el machismo. Por una parte, en las familias se reproducen los roles y valores asignados a cada sexo. Por otra, el peso de las religiones en la cultura les asigna un perfil pecaminoso que debe ser reprimido, especialmente para la mujer soltera, ya que para los hombres existen otras valoraciones.
Atacar las causas, no limitarse a corregir o reprimir los efectos
A la par de los movimientos de defensa de los derechos de las mujeres, han surgido propuestas importantes para generar una nueva masculinidad, especialmente como terapia para hombres agresores de algún nivel. A pesar del valioso aporte del feminismo en demanda el establecimiento de prácticas incluyentes para la diversidad sexual y de género, tanto en los hogares y entornos de familia, como en los procesos educativos y de organización productiva, política y social igualitarias. Los sectores ultra radicales de este movimiento reman en sentido contrario, haciéndole un favor al machismo, aplicando etiquetas excluyentes al trabajo con los hombres en la aplicación de políticas igualitarias.
También ha surgido la necesidad de incorporar en las escuelas cursos de educación sexual para aumentar el conocimiento de la gente joven sobre sus cuerpos y evitar el embarazo de las adolescentes. Aunque estas iniciativas son positivas y contribuyen a mitigar el problema, quedan tareas importantes pendientes en el ámbito de la ecología familiar, y asociada estrechamente a esta, la concepción pecaminosa del sexo, terreno en que la familia es caja de resonancia de las religiones. Claro ejemplo de ello es la norma religiosa de abstención sexual antes del matrimonio, precisamente para las nuevas generaciones marcadas por el consumismo, con creciente tendencia a casarse cada vez más tarde.
El sexo tiene un fuerte arraigo biológico
El sexo como mecanismo de reproducción de la especie tiene sus fundamentos en procesos biológicos y mecanismos bioquímicos que, a través de descargas de endorfinas, desencadenan relaciones que pueden ser tormentosas y generar adicción. Por eso a algunos enamorados les cuesta incluso soltarse de la mano, impulso que no se puede ignorar, ni se puede pretender controlar, demonificándolo y prohibiéndolo como lo hacen las religiones. La fuerza del sexo se impone, incluso en culturas altamente represivas como la afgana donde las niñas deben ser asesinadas por su propia familia, en caso de tener relaciones antes del matrimonio.
Tampoco se puede pretender que la sexualidad dependa de un manejo racional a partir solo del conocimiento biológico. El sexo es un componente en la interacción social que no puede verse fuera del contexto de la cultura y los valores de las personas involucradas. No puede concebirse, por lo tanto, como una fuerza biológica a la que hay que descargar instintiva y libremente sin considerar su potencial impacto en las personas y sus relaciones socioculturales.
El derecho del otro establece los límites de acción
Las relaciones entre seres humanos no pueden abordarse solo como biológicas, dado que se producen entre personas con valores culturales y dentro de un marco ético donde debe predominar el respeto mutuo. Un contexto donde los derechos de la otra persona determinan los mutuos límites a los derechos individuales. Donde el principio de no hacer daño físico ni moral a esa otra persona, oriente el marco de relaciones de respeto. Esto es de amor al prójimo, en el sentido más amplio.
Como norma, este principio suele ser aceptado en un plano abstracto, pero difícilmente se concreta en sociedades donde diversas creencias y prácticas discriminatorias contra las mujeres se encuentran vigentes. Incluso en sociedades que reconocen formalmente sus derechos, lo importante, más que el discurso, es el comportamiento en la vida familiar, sociocultural y religiosa de la comunidad.
Reformas institucionales y de prácticas cotidianas
Lo más importante que pueden aportar las políticas públicas es en el campo de capacitación en organización cívica y empresarial. El poder de la gente y de las mujeres en particular, radica en su capacidad de generar su propio ingreso, lo que les garantiza autonomía, les otorga visión y las libera de la dependencia y les abre senderos en la vida social. La educación en general es un pivote clave, no obstante, el rol de esta no cubre con profundidad amplios sectores.
En el campo de la educación sexual, está muy lejos todavía de responder a las causas que generan la discriminación y violencia. No se trata solo de contenidos; se requiere cambiar la forma indecisa, temerosa e incompleta de entregar los contenidos por parte de los centros educativos. Un proceso de esta índole requiere una gran preparación y maduración de los docentes para entregar contenidos. Se requiere, ante todo, estar preparados sin mojigatería para enfrentar un tema vital de manera integral, sin descuidar la parte ética y ser conscientes de su importancia social. No se trata de que todos opinen lo mismo y repitan de memoria los textos, pero es preciso que conozcan el tema a profundidad y estimulen el debate y el pensamiento entre los mismos docentes y los estudiantes.
Las políticas públicas son relevantes, pero hay que tener presente que sus efectos son a mediano y largo plazo. Lo verdaderamente transformador es la práctica social en lo cotidiano, pues es la que moldea comportamientos y valores. En este sentido, las políticas públicas, aunque no resuelven el problema inmediato, pueden contribuir a gestar condiciones que, por una parte, promuevan la práctica de una nueva ecología familiar con roles de cooperación y promoción de talentos independientemente del género de las personas. Por otra parte, autorizando la operación de organizaciones naturistas que fomenten el respeto a la naturaleza y al cuerpo humano. De tal manera que, como lo escribió en la red la joven Paola Zamora el 8 de marzo de 2015, de la cual cito fragmentos “Desnuda soy auténtica, soy esperanza soy incertidumbre. Desnuda soy hermosa y no porque alguien me lo dijo y no por algo que ví, sino porque lo siento. Pero no chinga que es vulgar, que es violento…machista..lujurioso…Desnuda soy voz viva, risa, llanto, emoción. No chinga donde sería silencio, plana: sin más dimensión que la carne y los huesos….Desnuda soy mujer no objeto.”
Se trata de medidas que puedan, paulatinamente, romper con los estigmas y las etiquetas, al mismo tiempo que perfilen senderos de nuevas prácticas y valores de respeto a las personas.
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